El proceso psicoterapéutico desde la posición que para mí tiene sentido no promete la cura ni la felicidad y no se alía ni se acopla con la queja del paciente. Suspende la autocondescendencia y no ofrece un manual de instrucciones o conjunto de prescripciones para resolver ni extirpar el problema. En terapia no hay juicio ni consejo, sino escucha, respeto e interrogación. El encuentro terapéutico abre una pausa en el modo que la persona tiene para explicarse y justificarse a si misma, resquebrajando lo que ella creía ser (autoimagen). Genera cierta extrañeza e incomodidad y ofrece la libertad y el soporte para ir siendo también aquello que desconocía ser, posibilitando así algo nuevo.
En este sentido desde mi punto de vista la psicoterapia, tiene como objeto favorecer un continuo de la conciencia, el darse cuenta y el insight, como herramienta para el desarrollo del autosoporte. Su interés está puesto al servicio de dilucidar, visibilizar y desenmascarar aspectos propios en los que no nos reconocemos, por no coincidir con la idea que tenemos de nosotros mismos. Esto conlleva ampliar y flexibilizar el “concepto de uno mismo”, nos lleva a desconocernos, cosa que en ocasiones puede resultar incómoda porque pasa por perturbar la propia autoimagen construida (aquello que creemos ser).
Experimentar en la propia piel, y no solo ideológicamente, que nada de lo humano nos es ajeno es una experiencia que supone cierta tensión porque, necesariamente, contradice en algo lo que creía de mí.
No podemos vivir sin construirnos una autoimagen, pero la gracia es que, a su vez, aquello que creemos ser no da cuenta, no alcanza a explicar el “si mismo” o lo que soy, todo aquello que desconozco y que es de por sí un enigma inabarcable. Por ello, la psicoterapia pretende ser un espacio sin pretensiones, sin juicio, donde reconocer, sospechar y aceptar que no soy aquello que creo ser. Un espacio para descubrirse en el sentido de dejar de cubrirse. Abre una pausa, una pregunta, una brecha ahí donde empieza la explicación común, conocida, repetida, autocondescendiente, estereotipada y familiar, generando cierta extrañeza. Se desdibuja aquella verdad en la que nos sosteníamos y a partir de la cual explicábamos nuestro sufrimiento. Perdemos cierta baza, quedamos en el aire. Si hasta ese momento, por ejemplo, me explicaba a mí mismo que la culpa la tiene el otro, o que mi falta de autoestima no me permite lo que sea, o que soy demasiado sensible para confrontar algo… y empiezo a dudar de estas «verdades», frases hechas, excusas o justificaciones absolutas que me sacan del momento presente y de mi propia responsabilidad, necesariamente necesito resignificar mi posición.
0 Comentarios